Estimados amigos... En medio de mis ratos de esparcimiento, en los que me dedico a surfear, con pipa en boca, por el cybermundo, me he encontrado un artículo que proviene de una página web que dedica sus letras al deporte de los pensadores, como Bertrand Russell... EL AJEDREZ!!!
Estoy seguro que a muchos de Uds les gustará dicho artículo, en especial a mi padre, Julio Becerra, estratega empresarial experimentado y amante apasionado de este deporte.
Se trata de un notable profesor de Economía de unas de las más prestigiosas Universidades de Colombia, quien practica la antigua disciplina del ajedrez y probablemente, fume en pipa, de acuerdo a su referencia en el texto que ha escrito con tanto ahínco para sus amigos deportistas.
Cito textualmente...
Carlos Fernando Rivera
Economista y Magíster en Teoría y Política Económicas de la Universidad Nacional de Colombia; ha sido colaborador en los diarios Portafolio, El Espectador, La República, en la Radiodifusora Nacional de Colombia, en las Revistas de Avianca, Cuadernos de Economía (Universidad Nacional de Colombia),Universitas Económica (Universidad Javeriana); editor de Cuadernos de Desarrollo Rural (Universidad Javeriana) y de El pan nuestro. Lecturas de Seguridad Alimentaria (Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura); coautor de Análisis y modelo de optimización del Sistema Nacional de Ciencia y Tecnología Agroindustrial en Colombia (Colciencias – Minagricultura) y de Producción y población avícolas en Colombia (Cega – ICA), premio Fuera de Concurso en Primer Concurso de Investigación Avícola, Fenavi. Docente investigador y consultor.
FORTUNATO
Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza
De polvo y tiempo y sueño y agonías?
J. L. Borges. Ajedrez
En memoria del Maestro Luis Augusto Sánchez
y de “Malasuerte”, lotero de El Espectador
en los años setentas
Sus tacones sonaron en el tablado y rompieron el relativo silencio. Al entrar, algunos voltearon a mirarlo directamente y otros más lo hicieron de reojo, por los rumores que motivó su presencia. Avanzó con paso firme, casi marcial, hacia la mesa de la esquina, dejando en el piso gotas de agua que chorreaban de su impermeable negro. No miró hacia los lados, se despojó del gabán con naturalidad, como en su propia casa, y lo colocó en el respaldo de un asiento. Al quitárselo, dejó al descubierto el maletín de cuero negro que colgaba del hombro izquierdo, y el elegante traje azul oscuro, quizá de paño inglés. Descargó el maletín en una esquina de la mesa en la que alternaban los cuadros del tablero de ajedrez. Se sentó, golpeó el borde de la mesa con el anillo que ostentaba un escudo desconocido y retiró de ella un cartoncito en el que se leía: "Reservado".
Cuando acudió el mesero, todavía alguien estaba observándolo.
El hombre sacó del pequeño maletín una pipa labrada, una bolsa plástica con picadura y un estuche de utensilios metálicos, y comenzó a tacar con tabaco el barrilito de madera. Miraba hacia la puerta, por donde irrumpían de vez en cuando otros clientes empapados que se deslizaban hacia alguna mesa o merodeaban otras donde se acodaban los jugadores, sosteniendo en ambas manos la quijada, sumergidos en el laberinto de sus tableros. Miraba la puerta y la pipa alternativamente y empujaba el tabaco con un utensilio que semejaba un azadón diminuto. Le llevaron una cerveza, la caja de las fichas y un cronómetro doble.
En la atmósfera enrarecida del café se formaban estratos de humo apenas perceptibles, que se deformaban caprichosamente al paso de los merodeadores habituales que iban y venían de mesa en mesa siguiendo los juegos más interesantes. Se formaban y dispersaban grupos alrededor de ciertos tableros ocupados por jugadores de prestigio que rompían el murmullo sonámbulo del salón con el golpe seco de las fichas. Al parecer, se apreciaba esa manera violenta de cambiar las posiciones, de sustituir una ficha contraria por una propia de un solo golpe, con cierta destreza manual que imprime seguridad a la jugada.
En la mesa más concurrida, un viejo maestro internacional, alto y seco como un gancho, sacudía compulsivamente, con temblor enfermizo, el último centímetro de un cigarrillo sin filtro y apuraba con dificultad otro chupón, casi quemándose, mientras sus ojos desmesurados parecían salirse de las cuencas, perfectamente demarcadas en su rostro cadavérico. Los observadores, como él, sólo miraban el tablero.
Cuando entró el que esperaba, el jugador de la mesa de la esquina esbozó una sonrisa y pidió dos cervezas. El recién llegado casi le doblaba en edad. Pasaba de los sesenta. Una barba rala y blanquecina empeoraba su rostro rechoncho y colorado, en el que el alcohol había dejado su huella inconfundible. Se saludaron algo ceremoniosamente y al sentarse intercambiaron una sonrisa de complicidad y reto. Algunas palabras de extraña diplomacia antes de dar formación rigurosa a sus ejércitos. El impecable tomó un peón de cada bando, realizó o fingió una maniobra debajo de la mesa y adelantó los puños cerrados ofreciendo a la elección del adversario los colores ocultos. El gordo señaló el puño derecho y consiguió las blancas.
Dos muchachos que tomaban tinto mirando hacia la esquina apuraron el último sorbo y se fueron acercando con interés mal disimulado, para no perderse la apertura. Eso estimuló a dos merodeadores más que esperaban la ocasión propicia. A la tercera jugada de las blancas, el joven advirtió con complacencia que los mirones circundaban la mesa, y la confirmación de su prestigio rubricó de afectación la jugada de respuesta: avanzar el caballo y suspender de un golpe el conteo de su cronómetro –que automáticamente aumentaba tiempo en el del adversario– fue un solo acto fugaz.
En pocos minutos, la partida era una tempestad. A cada jugada tronaban sobre la mesa los golpes de madera y la mano pasaba como un relámpago sobre el cronómetro. El impecable mordía la pipa retorcida que sostenía en un extremo de la boca concentrando en ella la fuerza de los labios, a tiempo que por la otra comisura lanzaba intermitente el humo perfumado. Era la única expresión de su rostro, inconmovible ante cualquier planteamiento del enemigo. El viejo, por su parte, templaba la boca con preocupación, mientras su mano marcaba con los dedos un galope inquietante, que tan pronto se suspendía como se agitaba violentamente, de acuerdo con la situación de las blancas, ligeramente en desventaja.
El bullicio del salón subía y bajaba en oleadas. Por momentos muy breves, se convertía en un murmullo, apenas perceptible, que dejaba escuchar el arrullo monótono del agua en los cristales empañados, donde jugaban cambiantes las luces de la antigua Plaza de Bolívar. Uno de esos silencios fue roto por dos golpes dobles en el tablero de la esquina y la voz del joven que sentenció: ¡mate!
Algunos levantaron brevemente la mirada hacia el extremo. Se alzaron las voces del corrillo en comentarios elogiosos, interrogantes y controversias acaloradas; era la explosión de las tensiones contenidas, de miradas ansiosas y, en fin, de esa pasión contagiosa que produce el juego.
Sobre la confusión del tablero, el perdedor tiró tres billetes gruesos con un ademán de indiferencia, como dando las cartas de una baraja; fueron a dar a los pies del alfil negro que completaba en sesgo la encrucijada inexorable del rey muerto. Antes de que los recogieran, surgió del montón un hombre bajito, con una gorra vieja de cuero marrón, húmeda y opaca, que le pidió al vencedor:
–¿Juega una partidita conmigo, patrón?
Sorprendido, el de la pipa lo miró de arriba abajo. Advirtió bajo el brazo del retador la caja de embolar y el banquillo de trabajo. Debió de sentir en el instante que esa condición presionaba en su contra, restándole libertad al decidir. Visiblemente incómodo, ensayó una salida:
–No, hombre... si ya me iba...
–Una no más, señor, mientras escampa... claro que me da pena.
–Yo sólo juego si hay apuesta.
–Y... ¿es mucho?
–Trescientos, por lo menos. –Y recogió los billetes del triunfo.
– ¡Cien! –Propuso el lustrabotas.
El impecable buscó apoyo en la mirada del amigo pero éste fingió no comprender y cedió su lugar con entusiasmo al extraño aficionado.
La tirantez de la situación, lo inusitado de la escena y los comentarios soterrados de los espectadores atrajeron a otros que se empinaban para verle la cara al viejo embolador.
La lluvia arreciaba en los cristales. Los jugadores subían el tono para hacerse oír entre el chocar de vasos en el bar, el doble golpeteo de fichas y relojes, la lluvia y sus propias voces.
La mesa de la esquina y la del viejo maestro internacional se repartieron los espectadores. Al paso del reloj, al vaivén de las expectativas, esos dos corrillos se engrosaban o debilitaban inversamente. El lustrabotas jugaba con las blancas. Había iniciado con un planteamiento poco común, a decir de un espectador que comentó luego la partida, y las jugadas del impecable, menos rápidas que en el juego anterior, acusaban desgano y falta de originalidad. Sus movimientos, hasta la novena entrada, estuvieron inducidos por la estrategia implacable del hombre de la gorra.
Pero quien juzgara por la expresión de los rostros se habría retirado, al comparar las actitudes. En efecto, mientras el joven, que regía sus piezas con la solvencia de un general de marras, inconmovible y certero, miraba su pipa con mayor interés que el tablero, el contendor exteriorizaba sus emociones como un niño; inclinado, desbordaba su mirada como queriendo atravesar el tiempo, observaba los ojos y las manos del soberbio contrincante o fruncía el ceño desconfiando de su caballo de vanguardia, acaso insuficientemente protegido.
Ya bastante avanzada la partida, ese tablero perdió popularidad. Un movimiento de las blancas, que resultó absurdo para la mayoría, le permitió al joven capturar una torre que hacía mucho le impedía desplegar el ataque. Con algún esfuerzo, afirmaría su ventaja sobre el embolador.
En el tablero del maestro internacional la partida tocaba a su fin. Una resistencia inútil mantenía vivo al rey contrario, pero en un par de movimientos el viejo y desgarbado veterano recibió la felicitación y el agradecimiento de su oponente. Concedió un comentario generoso sobre una deficiencia en la apertura que según él causó a la postre la precaria suerte del vencido. Seguidamente, se dirigió al corrillo del rincón arrastrando tras de sí el séquito de vagos. A su llegada le hicieron sitio en el corrillo respetuosamente. El maestro miró el tablero, luego a los jugadores, y al reconocer al lustrabotas le puso una mano en el hombro y le dijo con su voz pastosa y aflautada:
–Conque también juegas, Fortunato. A ver si lo haces tan bien como con los zapatos...
–Ahí vamos, maestro, confiando en Dios... ¡hay mate en cinco jugadas!
La respuesta cayó sobre el impecable como un chorro de agua fría. Apretó el barrilito de la pipa y se inclinó un poco, con el ceño rígido, recorriendo el tablero con una mirada de indignación. Evidentemente, no lo había advertido. Lo abochornó el bullicio del montón. Se pasó un pañuelo por el rostro sudoroso. Pero, sobreponiéndose, con aire iluminado, capturó un peón con su caballo y casi en el mismo golpe obturó el cronómetro.
–Ahora será en tres. –Anunció el embolador con alegría infantil.
Creció la algarabía. El viejo maestro, de pie, observaba la partida sonriente, sin pronunciar palabra. Entre el corrillo aventuraron apuestas exaltados, pero antes de que pudieran concretarse, las jugadas se desbocaron precipitadamente y, exactamente al tercer movimiento después de la advertencia, el embolador abandonó la partida.
Hubo silencio. El embolador sacó un rollito de billetes arrugados, extendió uno con la uña del pulgar y se lo ofreció al hombre de la pipa mirándolo a los ojos. El impecable lo apartó desdeñoso:
–No. No acepto regalos de nadie y usted me regaló la partida. –Le dijo, y su mirada era un desafío a que lo desmintiera.
El de la gorra dejó escapar una sonrisa pícara, guardó su dinero, levantó el banquillo y la caja de embolar y avanzó entre las mesas hasta perderse tras la puerta, en la lluviosa noche bogotana.
CARLOS FERNANDO RIVERA